Desvelos


 
CUANDO SE PIERDEN LOS DIENTES DE LECHE

A la hora que los velatorios
cierran sus puertas para conservar los últimos grados,
dos flechas atraviesan las avenidas
y vuelan al umbral de la sombra
de los árboles perdidos.
                       
                 Grita de dolor cuando le arrancan
los dientes de leche,
pero el sabor de la sangre en la garganta
consuela las lágrimas inevitables.

Entre los pétalos de la rosa recién abierta
se extiende la mancha imborrable,
como un tatuaje temido y deseado,
mientras en los labios se condensa un racimo de besos
que solo son diferentes versiones de los mismos besos
por más que se empeñen los poetas en tallar
palabras en cristales de hielo.
  

 
TEMPLOS NOCTURNOS

Cuando escasean los pobladores de las barras,
los camareros lucen estolas moradas
para absolver los pecados veniales de futuros adúlteros.
Sobre el brillo de los diamantes
que se deshacen en vasos de tubo
revolotean, sin parar, los labios desconsolados
en busca de una carne de segunda o tercera.
Por los baños encharcados de fluidos
rebota la parodia de un orgasmo
y se ahogan las lágrimas falsas de amores imposibles.
Después del acto de contrición,
se abren las puertas y todos salen,
               ligeros y sedados.

              El escenario pierde la magia,
la fregona recorre el suelo
y se lleva al desagüe el resto de la noche.
 

 
FUEGOS ARTIFICIALES

Los fuegos artificiales abigarran el cielo
sobre un enjambre embelesado.
La miseria se remacha en los bolsillos
con martillazos indoloros y gratuitos,
mientras una baba prendida a la cornisa de los labios
reluce con los reflejos que salpican la noche.

Tras la traca final, el olor a pólvora quemada
se dispersa por un aire envenenado.
Los aplausos vuelan
como estorninos enloquecidos
cuando el rey saluda un segundo
                —con una sonrisa de plástico made in China—
antes de escabullirse entre algodones.
 

   
LOS DESVELOS DEL CORDERO
   
En la guarida del depredador,
la sonrisa es el postigo
que encierra
las lágrimas de los pétalos.
A la luz del sol,
la mansedumbre esconde
el lecho inhóspito de una mirada
como el fondo de un pozo.
El siseo de unos labios caníbales
recita, entre babas, conjuros contra un demonio
que solo existe en el légamo de sus venas.
La noche en vela del cordero
es la menor tortura cuando aguarda el abismo.

          Más allá de los muros moran bocas cosidas,
          alas cortadas
y el despojo de los banquetes
para saciar alimañas.



  
INDIGESTIÓN

Todos duermen menos yo,
que humillado, de rodillas, como adorando el váter,
recito el viejo dicho del saber popular:
               De grandes cenas
               están las sepulturas llenas.
Una nueva arcada me inunda la boca de ácido.
El estómago me dice que hasta aquí ha llegado
y parece abandonarme para siempre.
Mis ojos atolondrados no creen lo que ven:
               por las paredes cerámicas del retrete
               resbalan letras que han salido de mi interior;
               forman palabras, entre hilos de sangre y bilis.
Lo que me atormenta se materializa y se pierde
por un desagüe invisible y cierto.
Un alivio progresivo me devuelve la paz.
Me levanto del suelo y regreso a la cama diciéndome:
               —Es la última vez que leo el periódico antes de dormir.
  

 
PRELUDIO

El sonido de una campanita penetra en mis oídos
          como un gusano húmedo.
Mis ojos no tienen párpados y escuecen
          sin el alivio de una lágrima.
Las horas desgajan la esperanza
          cuando las últimas antorchas se ahogan.

Por el borde de una cornisa
          huye la sombra de los gatos.
          Sus pisadas blandas son los aranceles
          con los que se cruza la aduana
                    de los melocotones maduros.

En las esquinas de las calles
          merodean los poemas huérfanos
          y tiemblan de frío las panderetas
          olvidadas en los asientos
                   de los taxis.

Los besos viajan
          por la fibra óptica sepultada
          bajo el trémulo latido
          de las canciones de los mendigos   
                    mudos.

Parece que sobre mi cabeza
el alba amaga con arrancarse
           la camisa.